San Pedro y San Pablo: Heraldos del Nuestro Señor Jesucristo

En el martirio de San Pedro, el homenaje al Papado
Estos dos atletas, heraldos de Nuestro Señor Jesucristo, padecieron juntos el martirio y murieron el mismo día.
Presos por los paganos romanos, sufrieron diversos suplicios. San Pedro fue crucificado de cabeza para abajo, lo que debía significar un doloroso proceso de muerte, pues la sangre atraída por la ley de gravedad, afluye hacia el cerebro y no tarda en producir derrame o apoplejía. La crucifixión podía ser hecha por medio de cuerdas que amarraban el cuerpo a la cruz, o por los clavos que clavaban en el madero las manos y los pies de los condenados, como sucedió con Nuestro Señor Jesucristo.
Los que crucificaban al Príncipe de los Apóstoles no tenían idea de cuanto, procediendo de aquel modo, prestaban homenaje al Papado. Dijo el Divino Maestro al primer Papa: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18).
Para San Pablo, la celestial corona de justicia
Por otra parte, siendo ciudadano romano, San Pablo perecería por la espada. A punto de ser decapitado, tal vez se haya recordado de sus magníficas palabras: Bonum certamen certavit, cursum consummavi (2 Tm 4, 7)- “combatí el buen combate, completé el circuito de la carrera entera que yo debería recorrer”. Era una alusión a los que disputaban carreras en el circo romano. Y agrega: “Guardé la fé. Me resta ahora recibir la corona de justicia que el Señor juez justo, me dará” (2Tm 4, 7-8).
Vale notar la extrema belleza del modo por el cual la Providencia guía las almas. San Pablo revela aquí la certeza que él no tiene perdón para pedir, porque ya estaba perdonado de todo, habiendo llevado una vida irreprochable después de su conversión. En esto él demostraba una extraordinaria seguridad. En lenguaje contemporáneo, se diría que San Pablo lanza un “cheque” para el Cielo: Me falta ahora recibir la corona de la justicia. Señor, tú prometiste vuestra gloria a quien combatiese el buen combate y recorriese la carrera entera. Yo lo hice. ¡Ahora, dame tú premio!
El verdugo le cortó la cabeza y ésta -según una bonita leyenda- al caer dio tres saltos. En cada lugar del suelo tocado por la venerable cabeza del Apóstol habría nacido una fuente. De ahí que el lugar donde hubo este milagro sea llamado de tre fontane: las tres fuentes.
Objetos de inagotable perdón
Destacamos lo inmensamente bello del trato de la Providencia con los hombres. Esto sobresale cuando una persona posee una gran vocación y, a pesar de sus infidelidades, la gracia continúa haciendo insistencias extraordinarias. Puede el alma encontrarse en una lamentable situación, pero el llamado de Dios conserva todo el frescor inicial. De esto constituye la vida de los dos Apóstoles un excelente ejemplo.
La mirada de Jesús para San Pedro, durante la Pasión, es una característica manifestación de este comportamiento divino. El Redentor tuvo pena de él, lo miró y San Pedro, entonces temeroso y pusilánime, se convirtió en otro.
San Pablo, el Apóstol de los Gentiles, confiesa haber entrado para el colegio apostólico como un ente abortivo, después de haber perseguido brutalmente a la Iglesia. Llegó a ser cómplice del martirio de San Esteban, habiendo cuidado las ropas de aquellos que apedrearon al primer mártir del cristianismo. Sin embargo, en determinado momento este hombre es convertido de modo extraordinario y llevado por Nuestro Señor al desierto, donde recibe gracias que no fueron concedidas a ningún apóstol. Quiere decir, Jesús lo llamó del fondo de la ignominia y le dio aquel don incomparable.
Es una tan sublime lección en medio de tantos perdones, y un tal perdón al lado de tantas lecciones, que nuestra pobre inteligencia no alcanza a medirlos…
Fuente: Editorial Retornaré (Sao Paulo, Brasil)
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